Un expreso del futuro (Julio Verne)

—Ande con cuidado —gritó mi guía—. ¡Hay un escalón!
Descendiendo con seguridad por el escalón de cuya existencia así me informó, entré en una amplia habitación, iluminada por enceguecedores reflectores eléctricos, mientras el sonido de nuestros pasos era lo único que quebraba la soledad y el silencio del lugar.
¿Dónde me encontraba? ¿Qué estaba haciendo yo allí? Preguntas sin respuesta. Una larga caminata nocturna, puertas de hierro que se abrieron y se cerraron con estrépitos metálicos, escaleras que se internaban (así me pareció) en las profundidades de la tierra... No podía recordar nada más. Carecía, sin embargo, de tiempo para pensar.
—Seguramente usted se estará preguntando quién soy yo —dijo mi guía—. El coronel Pierce, a sus órdenes. ¿Dónde está? Pues en Estados Unidos, en Boston... en una estación.

El gigante egoísta (Oscar Wilde)

Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante.
Era un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y había doce albaricoqueros que durante la Primavera se cubrían con delicadas flores color rosa y nácar, y al llegar el Otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y cantaban con tanta dulzura, que los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos.
—¡Qué felices somos aquí! —se decían unos a otros.
Pero un día el Gigante regresó. Había ido de visita donde su amigo el Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en el jardín.
—¿Qué hacen aquí? —surgió con su voz retumbante.

El duende de la tienda (Hans Christian Andersen)

Érase una vez un estudiante, un estudiante de verdad, que vivía en una buhardilla y nada poseía; y érase también un tendero, un tendero de verdad, que habitaba en la trastienda y era dueño de toda la casa; y en su habitación moraba un duendecillo, al que todos los años, por Nochebuena, obsequiaba aquél con un tazón de papas y un buen trozo de mantequilla dentro. Bien podía hacerlo; y el duende continuaba en la tienda, y esto explica muchas cosas.
Un atardecer entró el estudiante por la puerta trasera, a comprarse una vela y el queso para su cena; no tenía a quien enviar, por lo que iba él mismo. Le dieron lo que pedía, lo pagó, y el tendero y su mujer le desearon las buenas noches con un gesto de la cabeza. La mujer sabía hacer algo más que gesticular con la cabeza; era un pico de oro.
El estudiante les correspondió de la misma manera y luego se quedó parado, leyendo la hoja de papel que envolvía el queso. Era una hoja arrancada de un libro viejo, que jamás hubiera pensado que lo tratasen así, pues era un libro de poesía.

La tenca y la nieve (Blanca Santa Cruz Ossa)

Una tenquita estaba durmiendo en un espino. Cayó la nieve en grandes copos, cubrió el espino y botó a la tenca, que se quebró la patita.

La infeliz avecilla despertó con un horrible dolor en la patita quebrada.

«¡Triste de mí! ¿Qué haré yo para buscarme el sustento? Ya tenía mi nido terminado y la nieve me lo estropeó. Y, lo que es peor, me ha dejado coja. ¡Qué mala es la nieve! Iré a verla y le daré mis quejas».

Así diciendo y rengueando, rengueando, la tenca se fue a ver a la reina de la nieve, y le dijo:

—Nieve, ¿por qué eres tan mala que me quebraste mi patita?

Los albatros sabios (Marta Brunet)

Resulta que había una vez una isla muy linda, rodeada de agua –lo que es muy natural, ya que era una isla--, con su festón de espuma y su faro y todo. Se llamaba la isla de los Albatros, porque en los acantilados vivían innumerables pájaros de esa familia. Se me olvidaba decir que el agua que rodeaba esa isla era salada, de mar Pacífico, verde y llena de peces.

Bueno.

En la isla de los Albatros habitaba una cantidad de hombres ocupados en cultivar la tierra, rica en toda siembra, y que, además, en las tardes echaban las redes al mar, retirándola al alba, rebosantes de pescados llenos de susto y de escamas de plata azul. Cada cual tenía un terreno y su casa de techo rojo, y el mar, el cielo y el aire eran de todos, como también lo era el trabajo que equitativamente se repartían. Y eran todos felices, simples y puros en esa vida primitiva en que no se conocía el dinero.

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